Dicen que del momento de morir tu vida pasa ante tus ojos como si de una película se tratase.
Todavía no estoy muy segura de que fuese cierto, sin embargo, experimentar que tu vida se
extingue y que el segundo en que todo termina está cada vez más cerca, hace que tu cerebro intente aferrarse desesperadamente a lo único que tiene a mano en esos instantes: Los recuerdos.
La mayoría de ellos, un mecanismo de defensa que supuestamente te ayuda a aceptar tu condición, siempre me guiaron a través de los días a la misma pregunta. ¿Por qué yo?
No, te equivocas, no me preguntaba el por qué no me giré antes, no cerré la puerta o no le pasé el
encendedor que llevaba en mi chaqueta; sino, por qué yo tenía que verlos y ser un blanco más
llamativo.
No me entiendes, ¿Cierto? La sonrisa de mi rostro tampoco te explica demasiado, pero créeme, no te engaño, nada ganaría con ello…Pensándolo bien, la decisión es tuya: no me creas, y puede que jamás en tu vida llegues a conocer algo de lo que te contaré. Sin embargo, si el azar juega en tu contra, cuando desesperadamente intentes dar con una explicación racional acerca de lo que estás pasando, desearás haberme puesto mayor atención. De eso no me cabe la menor duda.
Comencemos de lo más simple. ¿Alguna vez has mirado al cielo y preguntado si es que los
humanos estamos solos en este mundo?
¿Alguna vez se te ocurrió simplemente mirar hacia el lado? Deberías.
Te resumiré la historia de mi vida, mi padre se fue cuando yo tenía once años y mi hermana ocho,
las peleas y los llantos cesaron, pero al menos era un hombre decente y siguió en su rol como padre de sus hijas mas no esposo a la distancia. Notas regulares, amistades suficiente, indecisión laboral, carrera mediocre...enfrentémoslo, a simple vista, los aspectos en que alguien me podría calificar como “normal” eran más que altos. Quizás por eso tenía tan buena pinta como ganado.
Llevaba unos meses trabajando en una agencia de llamadas part‐time cerca de mi casa, me hacía la plata para mis cosas y ayudar un poco en mi casa cuando la pensión y el pago de profe de básica de la mamá no era suficiente para las tres. La suerte era que estaba cerca de mi casa, la mayoría de mis compañeros era de mi edad y me ajustaba el horario de modo que las clases de arquitecto paisajista (o sea, una jardinera mas muebles de exterior) no me dieran tope. Si hago memoria… en realidad, no es memoria lo que necesito evocar, son en si los momentos grabados más a fuego en mi mente como ningún otro.
La noche era levemente fría, y como siempre prefería caminar por Bilbao ya que al hospital del
trabajador llegaba harta gente y las calles eran más concurridas. En ese entonces, no me pareció
turbio de que el sonido fuera prácticamente nulo al cruzar la calle. ¿Algo distinto en el aire?.. En mi mente suena gracioso decir que escuché un paso de más que me asustó, pero así fue y felicitaciones a mí, por tener el presentimiento de que algo iba a pasar. Ojalá me hubiesen quitado el celular y ya, pero cuando el tipo este me alcanzo por la espalda casi pego un grito.
‐Oye...tenis fuego?... –Era bastante alto y corpulento, y su conocido estereotipo de moda ligada a
bandas “tarreras” no daba la mejor imagen. Su andar levemente relajado me obligo a mentalizar
que no pasaba de aquella pregunta.
‐No, sorry…‐el practico modo informal, mientras menos estuviera hablando más rápido se iría, que le pasara otro, yo de pronto estaba asustada, aunque para serte honesta, no conocí hasta unos minutos después que era estar asustada, cuando al seguir mi andar pareció no quedarse satisfecho y comenzar a seguirme.
‐Cata, sube: te llevamos.
Un tipo de los veintipocos de siempre me habló desde la ventanilla de un auto, un típico citycar
gris, ocupado por él y tres personas más. La chica que conducía me dijo algo parecido para hacer
más casual la intervención y que lograse captar la confianza que me estaban ofreciendo frente a
aquel potencial delincuente que parecía querer algo más allá de mi banal entendimiento. Respondí escuetamente la intervención, para luego reducir la distancia entre el auto y yo, en un movimiento que me costó –en palabras simples‐ lo que vendría siendo mi primer trauma: Con una agilidad y fuerzas que en mi vida habría esperado presenciar el tipo este me tomó del brazo e inmovilizó solo con ese mero movimiento, basándose en toda mi vasta experiencia contra humanos de súper‐fuerza que parecen querer abrirte las entrañas con la mirada. O con los colmillos, según lo vi después.
Pasó veloz, pero mi mente lo ve más lento. Obvio, lo repasó una y otra vez por noches, intentando buscar la solución más racional que jamás llegó: el me inmovilizó pese a mis intentos por golpearle, y no fue hasta que los demás salieron con prisa del auto en mi ayuda cuando se presentó con su verdadera forma, aquella en que la fuerza parecía apropiada y en la que desesperadamente rogué por despertar. El dolor de mi brazo me enviaba las suficientes señales para decirme que no era una pesadilla, que esa mirada amarillenta taladrándome los ojos era real, y que de pronto iba enmarcada en un cuerpo robusto e imponente, una figura bestial que a mis ojos no pertenecía a nuestro entorno; el hocico del perro más temible que podrías imaginar, deberías multiplicarlo unas 100 veces y aun así creo que el temor que inspiró en mi por poco me cuesta la vida..Ja.
No sé si pasaron segundos, minutos u horas, pero cuando logré reaccionar me vi dentro de un auto del cual yo no conocía, donde intentaban callarme –¿Gritaba?‐ y escapar rápidamente. Los
recuerdos de ese momento son vagos, exceptuando la silueta enorme y peluda que parecía seguir al carro con tanta facilidad como si estuviera manejando otro. Era lo único que veía, y lo único que
sentía era su garra atrapando mi antebrazo, una cicatriz que jamás se fue.
Te daré en el gusto, puedes verla; solo para ver tu cara de espanto al reconocer que el patrón no es una mano humana. Ajá, esa misma.